Cuando yo era pequeño (no hace tanto tiempo en verdad, aunque a mí me parezca una eternidad) no era raro vernos a los niños en los parques jugar a pelearnos. Películas como Los inmortales (sólo puede quedar uno) o animes como Bola de Dragón nos inspiraban para recrear simulaciones de combate en la que con ayuda de nuestros aparatos fonadores simulábamos los efectos especiales que era imprescindible que acompañaran a aquellos golpes de fantasía. No nos pegábamos de verdad, porque un descuido podía terminar en un «¡Ea! Pues ya no te junto.» Y el ostracismo social era la mayor amenaza. Al final, todos estos combates eran un extenuante ejercicio de persuasión para tratar de dilucidar quién había matado a quién, aunque nadie se hubiera tocado un pelo.
No mucho después, yo fui de los primeros en mi calle en tener una Sega MegaDrive y vecinos y primos nos juntábamos para hacer campeonatos de Street Fighter o torneos de lucha libre con las estrellas de la WWF de aquella época: Hulk Hogan y el Último Guerrero. Y allí pasábamos las tardes, dando botonazos frente al televisor para que nuestro avatar le diera más puñetazos al del amigo que estaba sentado al lado, hombro con hombro. Y es que, como mucho, con aquellas consolas podíamos jugar de dos en dos.
Ahora, en una partida de Fornite, pueden competir hasta cien jugadores que se disputan ser el «rey de la colina», matándose los unos a los otros en una carrera frenética por una supervivencia virtual. Takeshi Kitano, que en mi infancia nos divertía a todos con aquel esperpéntico concurso traducido como Humor Amarillo, inventó el concepto de Battle Royal en una bizarra película que se ha convertido en un clásico del cine en menos de veinte años. Hoy, las «batallas reales» en las que sólo puede quedar uno, como en aquella película de Christopher Lambert y Sean Connery, son el elemento principal de juegos como Brawl Star, que cualquier niño pequeño tiene en su móvil.

Últimamente, como coach educativo, no son pocas las ocasiones en las que me veo hablando con padres escandalizados por la violencia de los videojuegos a los que juegan sus hijos. «Es que juegan a matar», me dicen. A veces, me pregunto por qué a los adultos nos cuesta más que a los niños separar la ficción de la realidad. Tal vez es que nos hayamos olvidado de jugar. En momentos así, me toca educar a los padres sobre la realidad de los juegos y que la amenaza real de los videojuegos no tiene tanto que ver con su contenido como con la influencia que pueden tener en los hábitos de sueño o en el sedentarismo, así como el riesgo, poco probable pero posible, de generar adicción a un mundo virtual que le ofrece recompensas inmediatas, a diferencia del mundo real que le exige esfuerzos cuyos posibles beneficios se pierden en un futuro indeterminado.
En ocasiones como esta, me ayuda mucho a ganar perspectiva lo que me cuenta mi padre que hacían cuando ellos eran niños. Se iban al campo a jugar a la guerra dándose palos y tirándose piedras. En aquellos juegos, los proyectiles que se lanzaban unos niños a otros volaban de verdad, cayendo sobres sus cabezas con toda la fuerza de la gravedad, y los palos tocaban carne, con lo que no era raro que muchos niños volvieran a casa con algún que otro moratón. Pero, aquello eran cosas de niños, un juego al final y al cabo. ¿Y ahora nos llevamos las manos a la cabeza porque los niños se lo pasen pipa con los escopetazos de Shelly?
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